Orlando Mondragón | Epicedio al padre

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Recuerdo la primera vez
que mi padre se orinó en la cama:
un aroma de hierbas y vinagre
se agazapaba en el cuarto.

No quería que lo bañara.           No podía. 
No había forma.

¿Cómo dejarse desnudar por su hijo maricón?
Su hijo 
que deseaba los cuerpos de los muchachos 
en las canchas de futbol y las piscinas,
que sentía placer adivinando la apretada hinchazón
de las braguetas.
¿Cómo dejarlo acercarse a él sin sentir todos los cuerpos
de los hombres tocados con lujuria,
todas sus manos?
¿Cómo taparle los ojos al acoso y al temor?

Lo dejé solo, 
sentado en la tina del baño.
Cuando regresé me sorprendió verlo sin ropa:
se había desnudado.
La piel formaba pliegues como en una cortina,
como si ese traje, 
                            el traje de huesos que era mi padre,
le quedara enorme.
Sólo sus costillas apretaban
la piel desde adentro, sólo sus clavículas
parecían romper su viejo cascarón. 
Su pubis decolorado 
                                     y triste.
Ahí estaba el tallo oscuro de su glande,
un molusco
                     brotando de su pelvis.

Su cuerpo, el cuerpo de mi padre,
era el de un hombre que se estaba muriendo.



Llegar con el labio partido
puede significar que tus compañeros
te hagan su presa con los ojos. 
Puede significar también que tu padre 
ha descubierto lo que dicen de ti en la escuela
y te ha dado una paliza
para que aprendas a defenderte.
Pero ¿cómo se defiende uno de las palabras?
¿Dónde se aprende a darles  la vuelta, 
                                             a desoírlas
para que no te despierten en la noche
ladrando los mismos insultos?

¿Dónde se esconde uno de ellas?
Si te descubren hasta en las paredes de los baños, 
en las butacas del salón,
saben pegar tu nombre a un dibujo de penes,
a un dibujo de culos penetrados. 
Si te persiguen
como un enjambre de abejas alborotadas,
correteándote por todo el camino
y se meten hasta tu cuarto
y se oyen por encima de la televisión,
por encima de la voz de mamá
preguntando cómo te fue en colegio,
y zumban,
                zumban,
                                     zumban. 

Uno termina por creerles,
por voltear a ver cuando alguien grita:          ¡joto!
en la calle. 

Cuando ya es inútil disimular
ante la mirada incrédula de tu padre
porque lo ha visto todo.



Semanas antes de morir
mi padre no me reconocía,
no sabía quién era yo
                                      o si yo era
solamente unas manos que lo aseaban,
le daban de comer, lo movían. 

El Alzheimer había dejado
una envoltura de mi padre.
El empaque vacío de su cuerpo.
Siempre preguntaba dónde estaba mamá,
quién era yo,            quién era
ese viejo que aparecía en la ventana del baño
cuando en el baño sólo había un espejo.

Me había dejado a solas con la casa, 
solo
          con las horas izquierdas del reloj,
toda la soledad de estar con mi padre
se repetía, 
se repetía.
Todos los días eran el mismo.

No había futuro, sino rutina.

Yo sabía que mañana era un día lejano,
que el tiempo no pasaría de hoja
hasta que mi padre
                                 por fin 
                                               muriera.



Es mi títere, mi padre.
Lo baño, le doy de comer,
                                           lo aseo.
Esta es nuestra casita de muñecas,
esta tranquilidad a la que jugamos.
Aquí nada malo pasó nunca,
¿qué podría pasar
                                si nunca pasa nada? 
Son mis palabras las que salen de su boca,
son mis gestos sus manos en la mesa.
Es el títere mudo que dejó el Alzheimer,
esta es la obra de su vida,
este, 
          su titiritero diabólico.


Desearía regalarle a mi padre 
un hijo que no esté roto.

Un hijo
               sin defectos de fábrica,
con piezas de repuesto para sus enojos,
hábil con los balones o las distancias.

Un hijo que pueda presentarles
una muchacha hermosa en la cena,
sin esta cruz de soledades en la espalda.

Un hijo pared
en el que pueda apoyarse sin miedo.
Un hijo bonsái
que crezca bajo su sombra.
Un hijo gato que no pierda el camino a casa.

Un hijo con todos los ladrillos que planeaste,        papá.

No este hijo de papel,
                                     no este hijo de vidrio
que se corta con sus propios bordes.


Orlando Mondragón, México, 1993. Es médico cirujano por la UAM-Xochimilco. Ganador del IV Premio de Poesía Joven Alejandro Aura por Epicedio al padre (2017), su primer libro. Ha sido becario en diversos programas de creación literaria, entre ellos Interfaz ISSSTE-Cultura en 2017, el Programa de Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artístico del estado de Guerrero (PECDAG) en 2018, y el de la Fundación para las Letras Mexicanas en 2019. Ganador del XXXIV Premio internacional de poesía Fundación Loewe por su libro Cuadernos de patología humana (2022). Actualmente cursa la especialidad en Psiquiatría.
Orlando Mondragón, México, 1993. Es médico cirujano por la UAM-Xochimilco. Ganador del IV Premio de Poesía Joven Alejandro Aura por Epicedio al padre (2017), su primer libro. Ha sido becario en diversos programas de creación literaria, entre ellos Interfaz ISSSTE-Cultura en 2017, el Programa de Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artístico del estado de Guerrero (PECDAG) en 2018, y el de la Fundación para las Letras Mexicanas en 2019. Ganador del XXXIV Premio internacional de poesía Fundación Loewe por su libro Cuadernos de patología humana (2022). Actualmente cursa la especialidad en Psiquiatría.

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