Fotografía: Emma Toukonen
Primaria
La reja se abre, las puertas se abren.
Camino en la explanada entre los niños que
pelean, se golpean bajo el sol.
Uno escupe entre hojas amarillas
a otros que se juntan bajo el fresno
y tratan de jalarlo de los pies.
Al ver que los patea y se resiste
recuerdo a Hugo, que estaba al mando de nosotros:
nos protegía de las pendencias de los grandes
y a mí me defendió como un hermano.
Nunca dejó de ser un niño, se quedó solo
y lleva 3 años en prisión. Lo vi,
después de esperar durante horas,
con su bata anaranjada, más frágil que a los 9.
Su tez palidecida
por meses de aislamiento
y también sus ojos lúcidos
me hablaban a través de ese cristal
invulnerable; su iris y el anillo
pardo alrededor y la luz que ahí se hundía
ahogaban mis palabras. Ya los dos
habíamos aceptado, él de su lado y yo del mío
que nada más podíamos mirarnos,
respirar.
Yo le dije: Hugo, esto nunca fue
lo que pensamos; somos tontos
y esa fuerza que teníamos
se quebró en pedazos como un hueso.
Lo recuerdo jugando entre los niños.
El calor del sol de otoño
es el foco de tungsteno y el cristal.
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Mi padre en Disneylandia
El techo tiene un hoyo
y el brillo de la luna
baña los objetos.
Mi padre camina en su taller.
Las fotos que pasan en mis manos:
me recuerdan que fue un joven de mujeres
lentas y huidizas como el humo,
se casó, me tuvo a mí y a mi hermana
y nos paseó por Disneylandia en sus brazos.
Para seguir alerta
se moja el rostro en el lavabo
y camina hacia la luz del agujero
que los ladrones hicieron para entrar.
Busca las máquinas reunidas
en veinte años de trabajo.
Faltan casi todas.
Mira el hoyo en el techo
y la ceniza de los papeles que incendiaron;
si las horas fueran gotas
cayendo del carámbano
de tanto frío que le toca a uno vivir
hoy acabarían de romperlo.
Yo estoy en casa, escribiendo
que montamos guardia juntos
por si vuelven los ladrones.
Una tarde subí a la azotea
y vi a las costureras poniéndose borrachas
ante el cielo que se abría
en un aura dolorosa, sobre las antenas de la ciudad.
Una de ellas encontró
el cuerpo de su hermano en la banqueta
y lo arrastró como pudo a un sanatorio.
Bebían de botellas grandes y opacas
como el vientre de las orcas
vistas desde aquel túnel submarino
pero pensar en Disneylandia
me supo a tolvanera,
porque mi vida era otra
y las botellas y el desorden de las casas
se escribieron en mis manos.
Sentí que la ciudad era mi culpa.
Mi padre camina entre las máquinas
y el haz de luz semeja un túnel
que sobrenadan las ballenas.
Entonces el cerrojo se mueve,
él llega ante la puerta
y amartilla la pistola
para que el chasquido
se escuche al otro lado.
El taller se oscurece.
Las máquinas se callan.
Montaremos guardia, con la pistola,
hasta el amanecer.