Photography: Claus Jensen
INVARIABLEMENTE // LA ENCICLOPEDIA DE MI MADRE
[Svenska]
EL HOMBRE SIN MEMORIA
A Iñaki
«Y era a veces la calle
con esa impaciente manera
de demorar estampas sin pegarlas.»
«¡Cuántas veces le habrá pasado lo de confundir el aspecto físico del ser amado con el de otro! Y siempre seguido del mismo asombro: ¿será tan ínfima, pues, la diferencia entre ella y las demás? ¿Por qué es incapaz de reconocer la silueta del ser al que más quiere en el mundo, del ser que él considera incomparable? Abre la puerta de la habitación. Por fin, la ve. Esta vez, sin la menor duda, es ella, pero tampoco se le parece del todo.»
Milan Kundera, La identidad, 1997
Nota del editor:
A Javier nunca lo llegué a conocer bien del todo. Era un personaje extraño, siempre embebido en sus libros, ensimismado, con la mirada ausente. Decía a todo el que quería oírle que deseaba ser escritor y supongo que para hacérmelo creer a mí y a otros ingenuos de la redacción de la revista de la facultad, y también para mantener esa apariencia de compañero de clase misterioso e inaccesible, siempre llevaba consigo un cuaderno de notas anaranjado, siempre el mismo, siempre cerrado, hermético como él. Nunca me permitió leerlo. Tampoco a Signe, mi mujer, con la que parecía mantener una relación de mayor confianza e intimidad. Javier apenas hablaba. Más que tímido siempre me pareció retraído, como distante con la realidad, también con nosotros.
Tenía en el mundo una presencia amable e invisible y supongo que fue esa manera discreta de existir lo que me atrajo de él, lo que me hizo acercarme a su universo –sin demasiado éxito por cierto, porque apenas dos líneas bastarían para decir lo que creo saber de él– y sentir un vago sentimiento de amistad y una intensa y contradictoria –hoy amarga– lealtad de hermanos.
A pesar, como digo, de la presencia notoria, persistente, de ese cuaderno, nunca lo vi anotar nada en él y este detalle, que vino a mí de manera recurrente a lo largo de nuestros años de estudio en la universidad, se me reveló poderosamente como el anuncio verosímil de una impostura y quedó en mí como agazapado, latente, como esperando una señal que le hiciera cobrar sentido.
Barrunto que fue la visita de su hermana Mónica la señal que llevaba todo ese tiempo esperando. Vino hace unas semanas a entregarme el cuaderno naranja. Me ha pedido que lo leyera, que corrigiera errores, que introdujera modificaciones si lo creyera conveniente, pero sin alterar el estilo ni la voluntad de su hermano, y que si lo tuviese a bien, que lo publicara. Su hermano quería ser escritor, me dijo. Mi reacción, una vez superada la sorpresa condimentada con ese cursi e impertinente si lo tuviera a bien, ha sido la de rechazo, porque no acepto que el amiguismo o la lástima se me impongan como criterios sobre lo que tengo que publicar o no en nuestra revista. Como redactor mantengo unos principios de profesionalidad y me exijo que sólo la calidad de un texto literario sea el criterio que me guíe. Sin embargo nada de esto le dije a Mónica, que había estado esperando en la antesala de mi despacho, el rostro avejentado prematuramente y una mirada limpia capaz de desbaratar cualquier argumento. Sonreí con diplomacia y con una pequeña, casi imperceptible reverencia, tomé aquel cuaderno entre mis manos.
Lo he leído y releído muchas veces, intentando entender los silencios, los hiatos –creo que involuntarios– del texto, el fondo real y último de unos personajes que –ahora sé– conozco inciertamente. Apenas hay un par de fragmentos que me parecen salvables literariamente hablando, un par de imágenes que pudiesen rescatarse de la criba, pero ya no es lo literario lo que busco en sus palabras –en el caso de que esto fuera definible, mejor aún, aprehensible– sino la verdad que hay detrás de lo que pudo haber sido: la desnudez auténtica de sus sentimientos.
No quiero justificarme. He aquí sin más el texto que me entregaron, sin correcciones ni enmiendas. Fragmentos discontinuos de la vida de Javier, vasos comunicantes con mi propia vida. Juzgue el lector. Yo hace tiempo ya que perdí el norte.
Christian Lund, redactor de Protextos, revista literaria danesa en lengua castellana
1. Recuerdo del motivo
¿Y por dónde empezar? A estas alturas de mi vida hay muy pocas cosas que puedo explicarme, menos las que creo comprender, y muchas menos las que soy capaz de recordar con claridad. Suena extraño, incluso contradictorio, porque uno podría suponer que con el paso de los años, la experiencia acumulada y las vivencias sentidas darían para construir una especie de magma identitario, como una suerte de cajón de donde sacar recuerdos, componer estampas que den sentido a nuestro mundo, recomponer historias, peripecias compartidas con amigos o familiares.
Lo observo en la gente que me rodea: Todos sentados alrededor de una mesa ovalada, exhaustos tras los postres, en la sobremesa de un largo almuerzo, la conversación languidece o se prolonga distraídamente, y de pronto, una canción, el nombre de un lugar, la cita de un conocido los lleva, como empujados por un resorte, a responder al unísono, sin ocultar su entusiasmo, a despertar de su letargo. ¿Te acuerdas aquella vez que estuvimos en Roma? o Fue fantástico aquel verano del 87 que pasamos en la Costa Brava. Y ese inicio es como una señal para continuar un relato coherente y compartido, donde las imprecisiones no son más que un amago para coger fuerzas, reclamar la atención del interlocutor, confirmar las complicidades.
He sido testigo asombrado de estos momentos en multitud de ocasiones y a veces yo mismo he sido invitado a participar. ¿Te acuerdas, Javier, me dice mi mujer, de la vez que fuimos con los niños a Mallorca? Yo asiento educadamente y haciendo un gran esfuerzo ratifico su evocación, pero en realidad no puedo recordar nada o casi nada. A veces con suerte puedo confirmar el acontecimiento, porque la enunciación de ese viaje o de esa tarde en la que llovía mientras íbamos al cine y los coches pasaban salpicándonos y uno nos empapó a los dos, te acuerdas, ¿verdad? se me va haciendo conocida, aunque no estoy totalmente seguro de haberlo vivido. Sí, íbamos a ver ‘Moulin Rouge’, me dice y me inclino a pensar que es una historia contada que he escuchado anteriormente. Miro hacia atrás y todo se me muestra como una confusa mezcla de actos desvaídos, inconexos, tan inconsistentes que apenas se pueden convertir en un relato suficiente de lo que ha sido mi vida. A tí no te gustó nada aquel actor, ese que era el protagonista de ‘Trainspotting’, insiste.Nada queda, como si la memoria de mi existencia fuera un cedazo por donde mis actos, mis sensaciones, mis experiencias escaparan sin posibilidad de ser recuperados. Como si sólo los otros fueran capaces de reconstruir mi pasado, de hacérmelo vivir a través de su relato. Miro hacia atrás y, descorazonado, me pregunto, qué vida en común hemos tenido alguna vez Signe y yo.
Yo sólo recuerdo un fragmento difuso de la película, del libro o de aquel acontecimiento memorable. Y nada más. No hay referencias ni vivencias compartidas con nadie. Nada. Sólo la tristeza y la decepción. En esos momentos de intolerable vacío únicamente el alcohol y las pastillas son capaces de aliviar mi dolor, de achicar la inmensidad de este abismo oscuro que se extiende dentro de mí.
Mi mujer, frustrada, me acusa de no prestar atención a nada, de no vivir en el mismo mundo que ella, y con ayuda de la psicóloga me ha hecho ver que no hay más solución que intentar estar más presente, vivir el aquí y el ahora. A eso he dedicado gran parte de mi tiempo y de mi dinero en los dos últimos años: a intentar recordar las cosas que hago, que experimento para después contarlas, ser capaz de compartirlas con los otros, con ella. Anne, mi psicoterapeuta, dice que voy por el buen camino y me insinúa que ha llegado el momento de empezar a dejar las pastillas, que tengo que vencer la melancolía por mis propios medios.
Al principio el experimento prometía, porque con grandes dosis de concentración conseguía recordar algunos pequeños detalles de lo ocurrido no hacía demasiado tiempo. A mi mujer le alegraban tanto estos pequeños avances, estas zonas de complicidad, que para agrandarlas (quizá también para seducirla, y con toda seguridad para que pudiéramos hacer el amor con menos resistencia de su parte) fui ampliando mis recuerdos, estimulados por sus propios deseos, espoleado por mi propia ansiedad, de manera que en los últimos meses he llegado a experimentar decididamente –hiperbólicamente, quiero decir– que lo que afirmo recordar no es más que un espejismo, el relato especular de su relato: la verdad de ella, una mentira cuando sale de mis labios.
–Ah, sí, Ewan McGregor –digo finalmente.
–Sí, ese –me contesta Signe, aliviada.
2. Recuerdo del propósito
Pensé que durante unos meses –que luego resultaron ser semanas dispersas, apenas días–, podía seguir con el experimento. Por eso anoto con paciencia en mi cuaderno naranja. Transcribo la realidad y me esfuerzo porque en esa realidad Signe ocupe un lugar destacado. Su resultado más inmediato es la paz marital. Signe está tranquila, relajada, más convencida de que, a pesar de la reciente crisis, nuestro matrimonio funciona. Su mirada ha vuelto a brillar. Cuando nos cruzamos por el pasillo me aprieta con fuerza la mano, a veces nos besamos. Hay en su manera de hacer el amor una intensidad nueva, cierta furia que anima mi virilidad convaleciente. Quizá es por eso que lo intento, pero también por un turbio miedo a diluirme.
El objetivo es anotar aquellos episodios que juzgo relevantes en mi vida, sobre todo –como digo– aquellos que tienen que ver con mi relación con Signe. Así, supongo, me será más fácil rescatar del pasado inmediato sucesos compartidos. Soy consciente de la dificultad de la empresa porque además de tener que seleccionar con buen criterio los episodios debo escribirlos casi al instante para evitar que mi mala memoria o mi despiste me jueguen una mala pasada. No será un diario pues, sin filtro ni selección consciente, sino un sustituto rudimentario de mi memoria: lo que queda después de haberlo vivido, lo que se mantiene después de haberlo olvidado.
Naturalmente que este cuaderno no palía mis lagunas referidas a mi pasado anterior y por tanto sólo subsanan muy parcialmente el problema. Es más que nada una declaración de intenciones, donde la buena disposición y la voluntad mostradas constituyen en sí mismas y por sí solas un importante avance en mi desarrollo individual –eso dice Anne– y en el fortalecimiento de mi relación de pareja.
3. Recuerdo del deseo
¿Sólo soy yo el que cae en estas trampas de la memoria? Anoto: Ayer fuimos a cenar al restaurante Hack en Århus. El motivo, la celebración atrasada del cumpleaños de Signe (cumplió 41) y mi ascenso adelantado (aún no he recibido la carta del rector) como jefe del departamento de español de la universidad. Pedimos el menú de cinco platos con vino (tengo una copia del menú para recordarlo). De los vinos registro que el Chablais era bueno aunque no estaba lo suficientemente frío, el servicio correcto y la camarera atenta aunque algo torpe (a punto estuvo de tirarme el café encima). Pocos clientes. Por eso seguramente me fijé en la pareja que teníamos enfrente. Discutían acaloradamente. Ella, como en las películas, acabó tirándole una vaso de agua encima de los pantalones. Sólo yo me di cuenta y para evitar que Signe pensara que no le prestaba atención no dije nada. Era una chica alta, atractiva, con un vestido azul de generoso escote. Era hermosa sin duda y su enfado reforzaba el atractivo de su rostro puesto que hacía inflamar ligeramente su labio superior. Al marcharse, sola, pasó con descuido al lado de nuestra mesa y su bandolera negra golpeó mi hombro derecho. Un perfume agrio y sensual envolvió el ambiente y sentí unas ganas tremendas de pararla, de huir detrás de ella. No lo hice, sonreí a Signe y me concentré en el Coq au vin, lo que en esos momentos estábamos comiendo. Alcé mi copa de burdeos, dije skål e hice un breve comentario sobre la carne. Hablamos de diversas cosas, pero preferentemente del trabajo (mi ascenso ocupó gran parte de la conversación), los niños (Jonas, el mayor, acababa de llegar de viaje de estudios de Hamburgo) y de la preparación de las vacaciones de invierno. También hubo silencios que yo atribuí al cansancio acumulado de toda una larga semana de trabajo y al patrón cultural danés que no tiene miedo a esas largas pausas que los españoles evitamos. Al llegar a casa, después de comprobar que los niños estaban durmiendo, Signe se metió en el cuarto de baño a ponerse los potingues y cepillarse los dientes. Yo hice lo propio (sin ningún potingue) en el aseo. Ya en la cama encendimos las luces y nos pusimos a leer. Mi libro se titula El lector de Julio Vernes de Almudena Grandes, el de Signe, Populærmusik fraVittula de Mikael Niemi. Unos diez minutos después yo apagué la luz y Signe lo hizo unos dos minutos más tarde. En la penumbra de la habitación podía ver con claridad su espalda cubierta por un pijama lila algo raído. Decidí con paciencia acariciar sus hombros en pequeños círculos esperando una reacción. Un rato después pude ver que su cuerpo se movía tímidamente como indicando que no dormía. Entonces busqué su boca, nos besamos con prisa y empezamos a hacer el amor. Fue breve y no llegué a quitarme la camiseta con la que duermo. Cuando me estaba corriendo vi la chica que abandonó el restaurante Hack apresuradamente. Estaba desnuda y mientras yo, por fin, me quitaba la camiseta ella jugaba distraídamente con mi pene.
4 Recuerdo de la ausencia
Me doy cuenta de que mis intentos por escribir lo que yo llamo «experiencias compartidas» se dan de bruces con mi propia percepción, singular y aislada, de las cosas. Me pierdo, me pierdo. Siempre me voy a otro lugar.
Hemos desayunado en silencio, tú leyendo el periódico, yo ojeando en mi teléfono los mensajes de Gloria –quizá hable de ella en otro momento–. Poco después, así lo sentí, yo ya estaba en el instituto, sentado delante de mi ordenador y ante mi cuaderno, con un regusto amargo, inquietante, provocado por el desayuno sombrío. Nada más abrir el cuaderno empiezo a anotar vivencias que sólo están dentro de mí. Hago un esfuerzo, pero me alejo, me abismo. Camino como si una burbuja ligera y protectora me envolviera, como si me alejara del espacio que piso, los pies sobre una escalera que parece mullida, mis manos sobre el teclado de un piano, pero sin sentir el tacto afilado y frío delas teclas. Escucho las variaciones Goldberg. La música me protege. Saco mi petaca y bebo un trago de whisky. Todos mis colegas parecen trabajar concentrados en la sala, mientras yo, distraído, me dejo embaucar por elsonido del piano, la bruma triste que se divisa desde la sala de trabajo. Me pierdo en el perfil mágico de la torre de agua que a mi izquierda se erige como un enigma, un anacronismo bello y detenido. Afuera en el pasillo una colega habla por teléfono y gesticula cómicamente mientras yo sigo aquí, instalado en esta membrana invisible, que sólo yo siento, pero que me hace extraño, extranjero al mundo que observo. Como si de pronto estas personas que me rodean hubieran dejado de ser mis colegas, individuoshacia los que siento afecto, envidia, deseo, para ser unas piezas animadas, pero deshumanizadas, como peones en mi imaginación, actuando eficazmente en un plano de la realidad en el que ahora no estoy. Y tampoco lo deseo. Es una experiencia sinestésica, donde la música de Bach tiene olor y forma y los cuerpos cercanos, pero tan ajenos de mis colegas, contienen sueños, angustias. Sin comprender la deriva de mis sentimientos empiezo a sentirme prescindible, gratuito, innecesario. No entiendo cómo ha llegado esta sensación a mí y tampoco soy capaz de quitármela de encima, de arrinconarla. Recuerdo entonces aquel período, hace algunos años, cinco aproximadamente, cuando Signe y yo pasamos medio año en España disfrutando de nuestra baja de paternidad. ¿Cuál es la conexión? Ah, sí: allí comprendí por primera vez que mi ausencia no alteraba el curso de los acontecimientos, que mi baja voluntaria era imperceptible para otros. Fue una liberación. ¿Te acuerdas, Signe? Como descargarme de una responsabilidad que sólo yo me había otorgado. El mundo no se paraba, los alumnos seguían aprendiendo, nadie adolecía ni sufría mi insustituible tarea. Visto retrospectivamente no resulta ningún descubrimiento sorprendente, más bien al contrario, una gigantesca obviedad. Tuvo sin embargo un efecto balsámico sobre mí, relajante, que me ha llevado en los últimos años a una forma de indolencia, dedespreocupación positiva por lo que hago, de relativización –probablemente también banalización– de todo lo que soy y represento para mí mismo. Sigo en la burbuja, pero tú, Signe, estás al otro lado, como los colegas que observo desde la sala. No me ves. No puedes verme. Mi mundo está dentro de estas variaciones Goldberg de las que no quiero ni sé salir.
5. Recuerdo de la distancia
Estamos tumbados en la cama. Tú a mi izquierda como acostumbras, la respiración acompasada, tranquila, diría que profunda, como de sueño reparador, de conciencia inalterada. Hay una separación entre nosotros, cómoda, civilizada, un pequeño hueco que aleja nuestros colchones y una distancia mayor, inconscientemente deseada, que aleja nuestros cuerpos, que los protege del contacto cálido, esperado, marital. Cierta paz que me evita un conflicto con las expectativas o el deseo que alguna vez tuve o creí tener. En la duermevela de un sueño que no acude escucho en la oscuridad «Milonga triste». Suena el saxofón de Florián Navarro.
Hombros hacia atrás. Espalda recta. Abriendo el pecho hacia el lado derecho. Un movimiento fluido, constante…
–Mira a los ojos –me dice Birte, la instructora, y su voz suave pero llena de autoridad parece sacarme de un sueño, de una nebulosa que difumina la realidad, más bien la emborrona hasta hacerla indistinguible, lejana, ajena.
Suena el tango: Volví por caminos viejos, volví sin poder llegar y al prestar atención a su letra me desconcentro aún más. Apenas puedo seguir el ritmo porque al tiempo que quiero retener todas las instrucciones de la profesora también me propongo mirarte a los ojos. Quiero sentir la música, dejar que penetre dentro de mí. «Mira a los ojos», me dice Birte o me digo yo, y al mirarlos tengo la desazonante sensación de que nunca los he mirado antes, de que no te pertenecen, de que no me pertenecen, de que nunca me has pertenecido. Una especie de pánico o desazón se va adueñando de mí hasta hacerme creer que el hermoso rostro que tengo tan cerca, identificable, bien definido, un rostro que besé tantas veces, a través del cual escuché tantas palabras, el rostro que cada mañana, sereno, con la respiración acompasada y profunda, ligeramente ladeado hacia el lado derecho en el que yo duermo, es un rostro que he visto tantas veces… y nunca. Los labios están resecos y la boca gentilmente cerrada. Duermes con hermosura y elegancia.Tristeza de haber querido tu rubor en un sendero. Tristeza de los caminos que después ya no te vieron…
Por fin me quedo dormido y sueño que escalo una montaña nevada. Casi en la cima hay dos perros que me impiden continuar. Siento pánico. Mi cuerpo tiembla, está a punto de colapsarse. Tengo fobia a los perros y soy incapaz de controlarme. Pero no vislumbro otra manera de acceder a la cima de la montaña, en el sueño no hay otro camino. No puedo controlar el pánico y sin embargo no he huido ni me he despeñado. Esta falta de reacción me extraña, me asombra. El perro más grande, que parece ejercer más autoridad, se acerca a mí y conforme lo hace su cuerpo se va humanizando, es un perro con cuerpo humano; se me aproxima por detrás, por mi derecha y me dice al oído que tengo que confiar en él. El miedo me atenaza. Estoy paralizado. El perro más pequeño también se me acerca, pero por mi lado izquierdo, y me muerde con precisión muy cerca de mis genitales, justo detrás de mi escroto. Me arranca como una pequeña costra. No siento ningún dolor. El miedo desaparece y siento una enorme liberación. Entonces sé que puedo seguir ascendiendo la montaña.
Me he despertado satisfecho, ligero, con una sensación de levedad inefable. Bach sigue sonando en mi cabeza. Anoto el sueño de inmediato, como dice Anne, y tomo otro trago de whisky.
Anoche habías llegado muy tarde a casa y bastante borracha. Tal vez por eso no podía conciliar el sueño. Me extraña porque tú apenas bebes. No sé dónde has estado. Sé que ibas al cine, nada más. Te ayudo con ternura a quitarte la ropa. Pero eso fue antes de bailar el tango. Tu cuerpo está como desfondado, con el peso muerto que provoca el alcohol y el sueño. Balbuceas algunas palabras que no entiendo. Acerco mis oídos a tus labios con la esperanza de que el sueño y el alcohol me revelen un secreto que llevo mucho tiempo queriendo descifrar. Nada entiendo. Apenas dices.
6. Recuerdo de la herida
No he podido ir al trabajo. Tú te fuiste temprano, a pesar de la resaca. Yo he quedado postrado. Tu ausencia intermitente y ese sueño perturbador que se descompone dentro de mí. Estoy enfermo. El cuerpo se inquieta por su debilidad y la mente comienza a producir reflexiones algo siniestras, extenuantemente metafísicas.
He dado un paso más: no es ya la convicción de que mi ausencia, mi trabajo no terminado, mis actividades a medio empezar, como palabras suspendidas en el aire, no tendrán consecuencias, nada pasará si no se cumplimentan, ni una queja, ni un reproche, ni un débil sentimiento de añoranza… Un paso más: la certeza, extraña, novedosa, de que podría detener todos mis movimientos, tumbarme sobre la alfombra de nuestro cuarto y dejar escuchar mi respiración confiado en ese único acto, confinado beatamente a ese feliz ritual. Sin esperar nada, sin moverme, sin desear, concentrado en el rítmico plegarse de mi cuerpo en silencio, dejando que por encima de mis ojos, mentalmente, se sucedan imágenes, sin orden ni jerarquía, de episodios que creo que me han sucedido. No las provoco voluntariamente. Tampoco puedo pararlas ni ordenarlas. Apenas entiendo su elección arbitraria que no parece mía. Lo mismo recuerdo una tarde tomando café en casa de una familia amiga de la mía que me acogió durante semanas mientras mi madre daba a luz a mi hermana Mónica, que la visión clara, fantasmagórica, de una cucaracha recorriendo el cabezal de mi cama en mi apartamento en Huelva, después de una noche –otra más– de borrachera. Estoy tumbado, siento mi cuerpo febril, mis ojos lagrimeando por efecto de la gripe, y simplemente observo como un espectador ajeno que sin embargo reconoce los fotogramas de esa película. Doblo el pasillo oscuro de la casa de mis padres, huelo el perfume agrio, inconfundible de Chanel nr. 5, que envía a mi cerebro un estímulo de sobreexcitación. Allí en el recodo está Julia apoyada sobre la pared. Tiene la misma edad que yo ahora. El pasillo en penumbra, un vestido de tirantes que deja asomar sus pechos impregnados del perfume, su cuerpo tenso y curvado por la excitación, entregándose con una agresividad y fortaleza que nunca antes –ni después– he sentido. Besos como dentelladas salvajes que provocaban heridas, que alentaban el deseo, mi rostro refugiado en el canal de sus pechos, mi joven corazón de niño desbocado, mi boca encontrando consuelo en el manjar sabrosísimo, inagotable de sus pezones.
–Si tú tuvieras mi edad, no te dejaría escapar –me dice.
Y yo me asusto. Y me corro en los pantalones.
Nunca te lo conté, Signe. Allí nació oscuramente –y se extinguió–mi deseo.
7. Recuerdo del abandono
Esta gripe, o lo que sea, me lleva a un estado de turbia convalecencia. Pienso en nosotros: A veces creo que todos tenemos un lado oscuro y secreto, fascinante, como el de Julia seduciéndome, o como el mío intentando ser un adulto a mis trece años. ¿Dónde está el tuyo? –me pregunto–. Cuando te imagino en ese estado de enajenación, una punzada molesta y aguda se apodera de mí y me obsesiono pensando en las veces que tú también habrás estado así, como nosotros, como Julia perdida y enamorada a sus cuarenta años, como yo, seducido y aislado en mi infancia corrompida. En esos momentos suelo mirarte, a hurtadillas, y preguntarme qué verdades me escondes, qué sentimientos, vivencias, deseos, tan tuyos, nunca me pertenecerán, jamás me serán dados a conocer. Es en cierta medida una pulsión, un síntoma estremecedor de desconfianza. En esa penumbra de la duda tu cuerpo se hace más lascivo, tus labios, inopinadamente de otro, más sensuales; surge un deseo desprovisto de amor, como un acto reflejo, como si mi cuerpo quisiera emular lo que cree intuir en el tuyo, competir en la oscuridad de sus deseos, como si todo mi ser quisiera volver a aquel recodo del pasillo donde culminaban todos mis encuentros clandestinos con Julia. Me pierdo y me digo que no soy así. Quizá tú tampoco –reflexiono–. Pero esa duda es tan amplia, tan desmentida por mi memoria y por las fantasías que los huecos de ésta provocaron, tan llena de agujeros.
Ese lado oscuro que te otorgo, que te aleja de mí y te vuelve impura, imperfecta, demasiado humana, contrasta con la imagen que de ti proyectas, limpia, insegura, frágil. Te miro otra vez y me digo, quién es, en qué medida la conozco, por qué debo confiar en ella.
Seguramente todos traicionamos –me digo conciliador–. Sin embargo hay traiciones que revelan un patrón de conducta, que aluden a la cotidianidad, a las interacciones diarias, a los olvidos y descuidos, a las desconsideraciones, un rango de traiciones que sólo pueden ser denominadas así, cuando se ensamblan, cuando se acumulan por la fuerza del tiempo, de la rutina, del cansancio; traiciones de hastío, de no puedo más, actos que aislados carecen de entidad, no valen nada, no indican nada, no revelan su dirección; son las traiciones del lado no oscuro, de nuestra vulgaridad bien intencionada. Hay otras que se sumergen en lo más profundo de nuestro ser, que a veces sólo ocurren una vez en la vida y que con el tiempo somos incapaces de explicar, y que desde dentro las podemos sentir como lejanas, inapropiadas, ajenas, pero esas vienen del lado oscuro, porque buscan la destrucción del otro, subvertir las relaciones en nuestro entorno, negar a los otros y negarnos, perder el respeto a lo que somos, hundiendo nuestros deseos en el olvido, la enajenación, la fantasía.
Así intuí siempre tu relación con Christian. Aunque mis sospechas fueron ordenadamente sofocadas por mi disciplinada propensión a no corregir los actos de los otros, a no inmiscuirme, a no permitirme la duda. Un día os vi miraros con una alegría y una complicidad que harían desbaratar cualquier interrogante. Era una prueba irrefutable: más sincera que una foto comprometida, que un baile en una esquina apartada de la fiesta, que una sórdida escena de sexo en el aseo de un bar. A pesar de ello, mi lealtad a la ilusión, a mi ilusión, me hizo rechazarlo de plano, negar mi adulterio con Julia, su enamoramiento no fingido y sórdido, mi pasión patética y estridente, mi soledad mil veces condenada. ¿Cómo escribir sobre estas imágenes dispersas? ¿Cómo unir todas estas historias en una sola?
8. Recuerdo de la destrucción
La gripe ha entrado en mi cuerpo para recordarme mi debilidad con respecto a mi entorno, mi mujer, mis hijos, mi trabajo. Mi cuerpo, un espacio al que observar desde prudente lejanía, descubrir las imperfecciones, los desgastes, que como una tara indeleble, se abren paso en él. Estar enfermo, transitoriamente, como una advertencia existencial, un aviso chato pero inequívoco de los límites de mi existencia, de las limitaciones de lo que uno mismo ansía. Siento una molestia aguda a la altura de mis riñones que no me deja dormir. He tomado un calmante para aminorar mi dolor.
Cierro los ojos, respiro profundo e imagino que el aire inspirado va penetrando en las zonas doloridas de mi cuerpo, creando una protección, una invisible almohadilla que amortigua mi dolor. Tengo ganas de llorar. Sé que es ridículo. Sólo tengo una enfermedad transitoria, mañana o pasado estaré otra vez sano, habré olvidado quizá este estado de melancolía e impotencia. ¿O no? Porque es esa sensación de que debajo de esa debilidad corpórea, superable, hay una grieta profunda, difícil de cerrar, que me da miedo, me aterra. Leo a Murakami, su tercer libro de 1Q84; sigo la trama de la novela, sin entender del todo por qué sendero camino. Sin embargo hay imágenes, frases o metáforas que intento memorizar, que van empapando mi alma, hundiendo sus significados en este laberinto de misterios en que se está convirtiendo mi manera de mirar. Vuelvo mis ojos hacia mi cuerpo. No me gusta. No lo siento atractivo ni creo que nadie lo pueda encontrar atractivo. Es descorazonador y ridículo. Como la ridícula y transitoria enfermedad que padezco. Yo lo sé pero no puedo por menos que intuir, que bajo la epidermis hay una cavidad viscosa, deforme, con la que no tengo contacto. Tengo ganas de dañarlo, de hacerlo diluirse en la inmensidad del mar.
El resto de los días
Hoy he amanecido con un dolor que no sé localizar en ninguna parte de mi cuerpo. Es indefinible y perturbador. He tomado unos calmantes y algunas pastillas para dormir. Necesito descansar. A pesar de todo no he conseguido el sosiego ni la calma deseados. Tampoco he conseguido dormir.
Después de pensármelo muchas noches he ido con estas notas desordenadas al despacho de Signe. He dicho: estos son mis recuerdos. Ella ha levantado la cabeza del escritorio, me ha sonreído confusa, y ha alargado sus manos. Luego me he marchado. Quería dejarle tiempo para que lo leyera. Para que compartiéramos por separado algunos de esos momentos. Estoy nervioso. He salido al jardín a fumar un pitillo. La luz del despacho sigue encendida. A mis notas les falta un recuerdo. Un último recuerdo.
9. Recuerdo de la despedida
La vi desde la ventanilla de mi vagón, desde cierta distancia, pero no tanto como para no poder reconocerla y pensé que la mujer a la que miraba ya no era la mía y sentí en ese preciso instante, aunque con tibieza, que el hombre que la observaba ya no era yo. Era ciertamente un sentimiento extraño de singular desprendimiento, en el que ella hubiera dejado de ser ella. Pasados unos instantes sentí, todavía desde la distancia, que Signe seguía siendo ella, y reconocía su gesto con la mano derecha ordenando su pelo, y reencontraba su perfil sereno, y admitía sin dudarlo que aquella voz que se dirigía al revisor del tren era la misma voz segura, compacta, envolvente que tantas veces me había seducido. Era la misma mujer atractiva que había conocido hace más de doce años y aún temblaba mi cuerpo cuando sus ojos se entornaban y se volvían a abrir, luminosos, serenos para saludarme. Allí estábamos de nuevo, pero yo casi dudaba, como pensando que aquella mirada conocida y desconocida a la vez no iba destinada a mí. Fue entonces cuando pensé con rotundidad que era yo el que no era el mismo y no ella. Signe avanzaba a paso rápido sorteando obstáculos y personas en el andén, iba a mi encuentro aunque yo pensara, sin entender, que mientras la veía avanzar hacia mí, extender sus brazos, sonreír ampliamente, yo observaba ese encuentro, la veía a ella y me veía a mí mismo bajando del vagón y no entendía nada porque pensaba que eso pasaba cuando uno se moría y el cuerpo yacente e inerme se observaba desde la cándida levedad de la muerte. Y me pellizcaba, y me miraba en el reflejo del cristal sucio de un horario del andén y todo parecía indicar que era yo, aunque yo mismo dudase de esa existencia. Signe me besó con naturalidad, sin pasión ni entrenimiento, justo como lo recordaba de los últimos años, pero no me atreví a protestar –aunque me supo a poco–, puesto que esa actitud era absolutamente coherente con los gestos y maneras de Signe. Había sin embargo algo extraño en mí mismo que me impulsaba a ver, sentir e interpretar los gestos, los movimientos de Signe de una manera inusitada, traviesa, deliberadamente confusa. Había también un deje de nostalgia, una sensación de asunto pasado, perdido, olvidado.
Juntos nos encaminamos hacia la puerta de salida, intercambiamos, o eso pensé, algunas palabras de cortesía, ella me preguntó que qué tal el viaje y yo le conté que el retraso se debía a un problema con la locomotora. Nada le dije –aunque no había nada que deseara más– de la extraña sensación que tuve al verla y de la no menos extraña que tuve al verme, ni del deseo profundísimo de que ella entendiera esa angustia. Abrí la puerta trasera del taxi, la dejé pasar primero, indicamos el destino de un hotel del centro y juntos miramos el paisaje conocido a través de las ventanillas. Un escalofrío recorrió mi cuerpo mientras imaginaba el de ella desnudo sobre la cama del hotel. Pude ver o imaginar su ropa caer, mi deseo encendido, sus pezones de púrpura rozar mi boca… Todo se nubló en torno a mí y sentí una felicidad extensa, incomensurable y volví mi rostro al de ella con la única intención de admirarlo, y entonces sólo vi el paisaje de la ciudad pasar al ritmo veloz del taxi y a Signe esperando en la parada, serena, hermosa, feliz. Su vestido negro, ajustado, elegante, el pelo recogido. Y no supe si era un sueño o una pesadilla. Y el taxi siguió, sin chófer, sin dirección, sin sentido…
Epílogo
No hubo una relación física entre nosotros, aunque imaginé muchas veces cómo podría haber sido mi vida a su lado. Nunca se lo dije, pero creo que estaba enganchada a su profunda tristeza, a su melancolía. Nuestra relación fue la de dos compañeros de clase que se admiran y respetan. Nada más, aunque entre medias, como agazapados en los silencios de nuestros encuentros, hay momentos deshilvanados que cuando la memoria o la fantasía los une parecen contradecirme. Cuando lo pienso desde esa perspectiva, y más ahora después de haber leído su relato –ficción, pura ficción, insiste Christian–siento que he sido su mujer sin saberlo, que hemos vivido muchos años, como tantas parejas, vidas paralelas, que por fin, en el momento igualitario de la muerte, acaban tocándose.
Signe Lund